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Estación término
Difícil resultaba a aquellas horas recomponer la historia, cuanto más explicarse razones o indicios, la trama de un tejido que empezaba a deshilacharse, harapo prematuro tal vez, mientras iba y venía, sin rumbo, entre los trenes. La vida, alrededor, seguía su camino, imperturbable, y ello le suscitó dudas antiguas, despertando una angustia que creyera extinguida. Mas no estaban los tiempos para esas sutilezas: vieja, desmemo­riada, con un par de monedas en el bolsillo, tenía la impresión de venir de muy lejos y haber dejado atrás mares, montañas; aquel extraño reino de épocas más felices, cuando aún era dueña de un nombre y hacía escuchar su voz y a alguien importaba si gozaba o sufría, si hermoso el canesú de su vestido o un presagio pendiese de su boca.
El mundo, desde luego, qué distinto. Bastara sólo un guiño de la luz o una racha de viento, intempestiva, para que el universo mudara su piel. El aire, el sol, las nubes, el polvo, las muchachas, se le antojaban diferentes, y, por unos momentos, se tuvo por ajena, como si sus pupilas, segregadas del resto de su ser, transmitieran aquellas imágenes a parte ninguna, y allí quedaran, frías, sucediéndose eternamente, en una escena yerta e interminable.
No era aquella la única. Su cabeza se había convertido en la sesión continua de un viejo cinematógrafo, uno de esos locales de reestreno donde, por tres pesetas, las noches de verano se llenaban de historias, y, de regreso a casa, contemplando las lucecitas de Gibraltar o los tenues fanales que titilaban en la bahía, la vida iba mostrándole su faz más complaciente. De este modo escapaba del rigor de la suya, marcada por las monjas del colegio, al que asistió de niña, y las severas prohibiciones de su familia, pues no todo conviene a una muchacha de clase alta, como pontificaba, grave y adusto, su progenitor. Algeciras, dibujada en el blanco y negro de la memoria, exhibía su mínimo decorado, y el tiempo, como un cínico galán de opereta, se había apoderado del escenario.
A punto estuvo de prorrumpir en risa, sino que, sorprendida en un gesto adolescente, aquel torpe mohín que sus padres le reprocharan, se sintió avergonzada, ridícula. No era la suya edad proclive a audacias, y se sintió patética, y se sintió morir, ruborizada, lo cual incrementó su desazón: pese a todo, aún conservaba intactas sus armas, y pudo todavía reconocerse en los desaliñados aspavientos que, con cierto estupor, jaleaban algunos viandantes, tomándola por loca. Razón, llegó a pensar, no les faltaba. Ella, a veces, también, en otro tiempo, en trances similares asentiría asustada, no fuese a provocar un incidente, pues con viejos chiflados nunca se sabe.
Ganas le entraron de llorar, y acaso, salvo por el recelo de encender suspicacias, lo hiciera; pero no: a cierta edad, el llanto femenino suena a decrepitud, que no arrumaco. De modo que, girando la cabeza, rechazó la meliflua compasión de la gente: no le pasaba nada, no se sentía mal, estaba en sus cabales y sabía quién era, adónde iba y todas esas cosas que se le preguntaba. Y siguió su camino, mirando de soslayo, hasta advertir que nadie reparaba en su absurdo ir a ninguna parte. Aquello le alivió, cerró los párpados, mientras la brisa del atardecer ventilaba despacio la inmunda sentina de sus pulmones rotos.
El tráfago era intenso. Nada igual recordaba desde la noche, lejana ya, del viaje más triste de su vida, cuando subió al expreso sin billete, papeles y apenas unos céntimos, tan pronto le avisaron del accidente. Luego, recién llegada, después de haber pasado la noche en los retretes, jugando al escondite con la guardia civil, sabría la verdad, que el muy hijo de puta se había pegado un tiro a causa de un asunto poco claro, con faldas de por medio. Iba como una loca, entonces sí, tragándose la angustia y la respiración, casi sin reparar en el gentío que, cómplice y atónito, despejaba el camino para que ella avanzara. No fueron elegantes, por supuesto: le preguntaron quién era, quisieron sonsacarle si conocía a ésta, ése o aquél, le contaron la versión oficial del suceso, que no se preocupara, que estaba arreglado lo del entierro, que nuestro más sentido pésame y adiós. Y ella corría, corría, saltando farallones de cuerpos y fardos, aspirando la agria humanidad de aquellos peleles que pasaban su vida esperando la salida del tren.
Ahuyentar no podía los recuerdos. Creyó, incluso, reconocer los rostros, las órbitas veladas por la súplica, los semblantes tallados en la tristeza viva, e intentó adivinar el destino de muchedumbre tanta. Pero no era posible: treinta, cuarenta años, mediaban desde entonces. Aquellos infelices, ella misma, habían subido a bordo de ése u otro comboy, perdiéndose en la noche, naufragando en las negras esquinas de la desolación, devorados, quién sabe, por la propia existencia, y ahora estaban allí, si no fuera imposible, con la misma mirada amortecida y el nudo corredizo de la desesperanza.
Era, no obstante, diferente todo. De la antigua estación, apenas el solar testificaba que allí siempre se alzó, taller de sugestiones, incitando a volar. Mas el pequeño andén, la grácil marquesina de madera, los enjutos pináculos de forja, fueron retrocediendo a cada avance, vaya a saberse, en fin, si del progreso o la necesidad, cediendo ante el acoso del hormigón, la ufanidad del plástico y la liviana desnudez del cristal, bajo luces inhóspitas, conminatorias, concebidas tal vez para alumbrar la prisa. Ella misma, había recorrido con nerviosa insistencia aquel aparcadero, siendo niña, inquiriendo a cada momento la hora de llegada, el final de una espera larguísima, que terminaba siempre en beso y chocolate.
Tiempos, en fin, felices. Recordó, vanidosa, el trayecto de vuelta al hogar, a lo largo de la avenida. A veces, un violento aguacero le obligaba a buscar refugio en los portales, y allí, en tanto escampaba, veía las palmeras mecerse, mientras sus dedos, lentos, abrochaban los botones del abrigo, y las muchachas pobres miraban con envidia sus zapatos, la sonrosada piel de sus mejillas o el brillo de sus cabellos, constatando su pertenencia a las clases acomodadas. Solía, por lo común, ruborizarse, aunque ocasiones hubo en que, orgullosa, reafirmaba su posición con displicencia, exhibiendo las prendas caras, los pequeños detalles de un lujo que no estaba al alcance de tanta incuria.
Más tarde descubrió que no eran aquellas desventuradas las únicas criaturas que la observaban ni la envidia el motivo de tanta expectación. No supo hasta después de algunos años que su cuerpo incipiente despertara el deseo de los hombres ni que pudieran ellos apetecer su figura, tan frágil, ni aun esa juventud que creía culpable, según indicios ciertos que escuchó de las monjas.
Ya nada sería igual. Todo, si algo tuviera, lo hubiese dado a cambio de un retorno imposible, aunque no sabía a qué, si al bienestar, la salud, la belleza o acaso la esperanza de su mocedad. Pero, sin advertirlo, se había ido alejando de aquel sueño, echando por la borda, casi dilapidando, el caudal de su juventud, sin presentir la ruina, el hundimiento irredimible de cuanto había nutrido su existencia, al que no se explicaba cómo ni para qué sobrevivió.
Llevaba tras de sí toda la historia. Lo sabía. Era, pues, como cómplice del mundo, y no existió victoria ni derrota, crimen o ejecución, pacto o conjura, que ella no hubiera visto, conocido, asentido, tal cama compartiera con madame Pompadour o trinchera con Von Bismark: crónicas de la infancia, pensaba, experiencias de juventud, rebasadas por el vértigo de la vida; humo, al cabo.
Tenía por delante todo el tiempo. Y no porque, olvidada de su edad, albergase esperanza de prolongar sus días, mas porque no aguardando sino el trance final, la espera se le hacía interminable. Pues en cada minuto, una vez y otra vez cabía su vida, y aun la existencia que hubo imaginado y las vidas posibles que nunca pudiera vivir.
O sucedió quizá que había perdido el miedo. Antes, fuera del círculo familiar de los seres y enseres habituales, se sentía insegura, acosada por monstruos informes a los que, en ocasiones, si el temor daba pábulo a los razonamientos, designaba con nombres apropiados: pobreza, enfermedad, desamparo, nostalgia... Y muerte; sobre todo, la muerte. Tan sólo su mención la empalide­cía, por más que intentara aceptarla, familiarizarse con ella, aunque albergaba la sospecha de que, tarde o temprano, ambas acabarían por intimar, tal dos almas gemelas.
Durante algunos años, sin embargo, solía manifestársele con formas inverosímiles. En los largos paseos otoñales, siempre le acompañó, como una pesadilla, la negra locomotora del rápido que, envuelta en densas nubes de vapor chirriante, irrumpía en el paso a nivel, estremeciendo el paisaje con su silbo infernal. Ella así la veía como una proa arrogante que andaba y avanzaba, arrastran­do tras sí, como un cometa oscuro, una hilera de astrosos ataúdes cargados de horror. Pero ninguna imagen podía compararse, por lo pavoroso de su apariencia cuanto por el helor que le provocaba, a aquella caverna, tan parecida al desván de su casa, que intentaba atraparla, engullirla, noche tras noche, hasta que abría los ojos y gritaba, y encontraba a su madre con un vaso en la mano, tratando de infundirle tranquilidad.
Cuáles motivos fueran de tanta medrosía, ella nunca acertó. Asociaba, eso sí, a sus melindres cuentos, leyendas, fábulas, que, con ánimo resuelto de amedrentarla, le hubieron relatado de pequeña: niños que terminaban perdidos en el bosque, chiquillas devoradas por el lobo a causa de la desobe­diencia... Cualquier desvío encontraba su castigo, de modo que antojárase milagro conservar la piel sana o respirar, pues al cabo del día no faltaban acciones u omisiones que fuesen acreedoras de expiación, y acaso era esta angustia, el asfixiante sentimiento de culpa, lo que le indujo a huir.
Recuerda todavía el ademán adusto de su padre el día del adiós. Pero era inevitable -se dijo una vez más-. A cierta edad, resueltos oficio y beneficio, no podía enterrar sus aspiraciones en aquella sentina de normas y prejuicios, a no ser renunciase a todos los sueños prohibidos que, año tras año, había acumulado.
Jamás olvidaría la falaz lipotimia de su madre, intentando el chantaje supremo. Mas era necesario acopiar fuerzas y resistir insidias y temores, o atarse a la certeza de un perpetuo desánimo, viendo expirar las horas, los anhelos, en el vientre mugroso del jarrón.
Durmió mal. Con el alba, salió sin despedirse. Anduvo, presurosa, por la acera unos metros, tal si fueran siguiéndola, sin atreverse a volver la cabeza, quizá por temor a encontrar un fantasma y dejarse atrapar para siempre. Vio dos luces intensas acercarse y levantó, agitándola, una mano. Sin voz apenas saludó al taxista. Las calles, a esas horas, mostraban una pátina de frío y humedad, y sólo se escuchaba el arrastre cansino de las escobas. Llegó a pensar si acaso no era aquél el proscenio de su adolescencia, y toda la ciudad llegó a transfigurársele. Tenía los pies fríos y seca la garganta. Muda, entregó una moneda al conductor y tomó, sin mirarlas, las de cambio. Aligeran­do el paso, perseguida de nuevo por el desasosiego, penetró en la estación.
Al cabo de unas horas, se dio cuenta: en la soledad del departamento, adquirió certidumbre de sus actos y, observando el billete, recordó que viajaba a otro lugar. El sol, por la pequeña ventanilla, comenzó a acariciarle las piernas, y ella se abandonó completamente, ajena a las montañas que anunciaban un paisaje distinto. El aire de la sierra le inundó los pulmones.
Se preguntó qué había sucedido. Entre aquellas escenas y su oscuro presente, mediaban muchos años. Sabía que no era joven; sin embargo, no lograba explicarse qué había cambiado en ella: era el mismo edificio, la misma respiración, los mismos latidos, los mismos pasos. Sería la tristeza, pensó, mientras miraba su piel deteriorada. Debe ser eso, reflexionó, las pequeñas reformas que lo transforman todo; hoy alzo un muro, mañana quito una puerta y, al cabo de los años, el viajero no reconoce el lugar. De pronto, identifica un aroma remoto y familiar, o ve una luz dorada y antigua, y entonces el espacio se transfigura e invaden la memoria los imposibles náufragos: rostros en los que nunca habíamos reparado o escenas que pasaron desapercibidas, y el hilo conductor de la tristeza, aquella cornucopia aljofarada que siempre terminaba derramándose en los manteles del corazón.


Ya nada, desde luego, era igual. Ella tampoco, comprobó de nuevo. A bordo de aquel tren, nunca hubiera pensado en el regreso. Quien huye, deja el suelo quemado tras sí, y ella sólo soñaba con alejarse. Será, tal vez, por eso le invadió una angustiosa desazón cuando sintió en el hombro la mano del revisor, conminándole a despertar. Hubiera deseado proseguir el viaje, pero se había acabado el trayecto: no quedaban caminos por recorrer, tal si el mundo, la vida, los secretos anhelos, terminasen allí. Era distinto ahora. Se le antojaba extraño y admirable el largo desandar, su retorno al origen para, al cabo, darse de bruces con el vacío y quizá con la muerte, como si la existencia, bien mirado, tan larga, hubiese sido sólo un paréntesis, un hueco prescindible, lleno de humo, nostalgia, vaguedades. Y aunque tornara antes, y aun antes anduviese esos caminos con billete de vuelta, sabía que esta vez iba a quedarse, y que aquella estación, un punto equidistante en el recuerdo de dos fases distintas de su vida, acabaría poniendo las cosas en su sitio, tal si jamás hubieran sucedido.
Aquello, ciertamente, era su vida: la posibilidad de remontarse a tiempos, gentes, lugares, que ya no existían, y el trasiego irreconocible que ante ella testificaba otra realidad o acaso la misma. Sus ojos o un olor a materia quemada le hicieron reparar en el rincón donde un hombre, un vagabundo, a juzgar por las apariencias, se atrincheraba frente a la noche; a sus pies, una pequeña fogata, en la que ardían mixtura de detritos, calentando una lata miserable, desprendía una columna de humo, que se iba disipando, poco a poco, diluyéndose en los miasmas del recinto, hasta al fin desaparecer, dando paso a distintas sensaciones, el perfume molesto, mezclado con el sudor de la limpiadora que, arrojados al suelo sus atributos, sacaba de la bolsa un bocadillo: era el caos, pensó, como si el universo acabara de desintegrarse en aquellos andenes, y ella estuviera viendo su pus, sus despojos, la danza macabra de sus compuestos huyendo en tropel. Dentro de un rato, todo habrá acabado, supuso; apenas salga el tren y las luces se vayan apagando, recobrará el recinto su estado original: la soledad -se dijo- y el silencio.


Coincidí con Edurne unos días antes. Llevaba, como siempre, unas gafas oscuras a modo de antifaz, pretextando encubrir no sé qué deficiencias del maquillaje o acaso de los años. Yo creo, sin embargo, no ocultaba otra cosa que la tristeza. Había rebasado, con creces, los cincuenta, y aun conservando un rastro de su belleza antigua, sobrecogía la helada gravedad de su rostro. A veces, encendiendo un cigarrillo, torcía levemente la expresión, y un aire de disgusto se dibujaba entonces en sus labios, como una queja silenciosa que el humo apagara.
Nunca le dije que la amé, aunque ella debía suponerlo. Porque en aquellos años y en una ciudad mínima pocos secretos no eran a voces, especialmente en el pequeño clan del Instituto, donde todo quedaba bajo el control más férreo que pueda imaginar­se: pues ni el clérigo de paisano que oficiaba de director ni la chismosa que enseñaba literatura dejaron nunca espacio reservado a lo íntimo, recompensando a los maledicientes con suculentas prendas. Cierto que yo tampoco confié mi secreto a mortal, temeroso de verme asaeteado por esas risitas incómodas que identifican a los saqueadores de la privacidad. Tenía, sin embargo, que notárseme, pues no en vano intentaba colocarme a su lado, sacarla de apuros y, en alguna ocasión, acompañarla, si es que no iban de casa a recogerla en un Mercedes gris, que acabé odiando, y que salía corriendo calle arriba, envuelto en una nube de vapor maloliente.
Como cabía esperar, se casó mal y pronto con un muchacho insípido y relamido, cuyo único atractivo residía en los bienes de su familia, quizá no tantos como sus alardes y nuestra antipatía.
Él acabó dejándola, y se fue para siempre, dicen que al extranjero, que puede ser un sitio cualquiera, lejos de la mirada inquisitiva de esta ciudad, y ella, sola, humillada, se sentía culpable y estéril, y no bastaron para confortarla las rentas gananciales ni los mimos desmesurados de sus suegros, que la tenían por mártir, viuda de aquel ingrato, hijo pródigo, garbanzo negro, y un sinfín de abominaciones que acabaron por denigrar su memoria y borrar de la mente de todos su nombre aborrecido.
Edurne, desde entonces, dedicaba su tiempo, que era mucho, a no pensar en eso, tratando de ocultar su baldón de mujer repudiada. Andaba, pues, matando los minutos, consagrada a labores sociales, voluntaria de cuanta asociación, comité u obra pía su afán solicitara; y así, no mediando arrebato que a viajar la empujara, pasaba muchas horas, día tras día, yendo de acá para allá, con mil asuntos, acorriendo indigentes, orientando emigrantes o visitando enfermos incurables, cuando no los buscaba ella misma en las zonas más sórdidas de la ciudad, adonde ningún hombre en sus cabales poner los pies osara.
Ella había sido nuestro buque insignia en edades más lisonjeras, de lo que conservaba su peculiar carisma, eje de afectos y desafectos, fuente de información y, en fin, cuerpo de guardia para toda una hornada de nostálgicos. Edurne, pues, tenía localizados a todos los cofrades de aquella heterogénea hermand­ad, y organizaba encuentros, comidas o bailes, que últimamente fueron retrasándose, sea por desidia o porque la tristeza se iba apoderando de los recuerdos, consciente el grupo de su decadencia. Ella perseveraba, sin embargo, como si en esos fastos le fuese la vida, reducto postrimero de cuanto aún la aherrojaba a la juventud.
Sentada ante el cristal ligeramente ahumado, podía recono­cerse esa antigua hermosura, mientras con parsimonia sorbía su café, preguntando por unos u otros; si había visto a fulano, si no tenía noticias de mengano desde el último ágape. Sus gestos, sus palabras, transcurrían pausadas, con la sencilla grandiosidad de los ritos, y yo dejaba libre a mi memoria, destapando borrosas imágenes que cualquiera hubiese dado por perdidas: nombres, fechas, lugares o sucesos, que eran, sin duda, toda nuestra existencia, ahora que el porvenir menguaba sus dominios o vaciaba su copa en los manteles de la melancolía.
Apenas, sin embargo, usaba hablar de sí. Era su voz un río de anécdotas y afectos, inmersos en los cuales nadie repararía en la reserva de que ella hiciera objeto a su persona, tal si a ninguno hubiese de importarle las furiosas tormentas que agitaban su vida. Por eso, sus fracasos cursaron con estrépito: pocos, naturalmente, dieron crédito a los rumores que, con morbosa sorpresa, circularon por la ciudad. La huida de Edurne, quién lo diría; la áspera controversia familiar, su idilio con aquél calavera que la dejó por otra, su ir y venir, qué sé yo, intentando zafarse del fiasco o buscando, a la desesperada, una luz, una tabla de salvación a que asirse, en medio de un océano de soledad.
Otro no fue su drama, o es que, frente a toda opinión, nadie la conocía. Ahora intento evocar hechos que, como indicios, pudieran explicarme su misterio. Ella era, sin embargo, transpa­rente o, al menos, transmitía una certera sensación de claridad, tal si llevara escritos en la mirada, su historia, sus secretos, el futuro, acostumbrada a departir acerca de las grandes cuestiones igual que de los ínfimos sucesos que apuntalan la cotidianidad.
Escéptica sí era, y yo recuerdo las terribles amonestaciones del director, amenazándola con el fracaso, que es el prólogo del infierno. Pero ella sonreía, y no dudaba nadie que, tras aquella sonrisa condescendiente y cortés, se ocultaba el desprecio más feroz, tal vez el odio y, desde luego, una inmensa amargura, que hacía mucho tiempo la devoraba. El silencio, después, se avenía a delatar el vacío que, muy pronto, hizo nido en su espíritu. Eran silencios largos o se nos antojaban. Por último, encendiendo un atisbo de luz entre sus labios, seguía hablando y hablando, sin descanso, con aquella locuacidad con que, en el fondo, celaba su tristeza.
Difícil resultaba a aquellas horas encontrar una explica­ción. Había sido dura la mañana, de despacho en despacho, apegado al teléfono, como un intermediario de la desolación, acopiando gemidos o haciendo conjeturas que eran eso tan sólo, simples suposiciones dictadas por la sorpresa o tal vez un recurso para dejar a salvo la lógica.
Cuando, al fin, levantaron el cadáver, la estación se encontraba semivacía. En el andén mojado por las últimas lluvias, la habían hallado inerte unas limpiadoras. Tenía los cabellos en desorden, y, perdido su brillo habitual, me pareció que había envejecido y seguía envejeciendo ya muerta, arrastrándonos a la sima de su decrepitud. Poco antes de cubrirla con una manta negra, observé, conmovido, la extremada fragilidad de sus miembros, y contemplé los míos, tratando de explicarme el extraño prodigio de la consumación.. ¿Conoce a esta señora?, me inquirió un periodista, y yo asentí moviendo la cabeza, mientras el lamentable cortejo avanzaba por el andén. A un lado y otro, comenzaron a concentrarse algunos corrillos. El expreso, anunciaron, no tardaría en llegar.
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