
Ya nada, desde luego, era igual. Ella tampoco, comprobó de nuevo. A bordo de aquel tren, nunca hubiera pensado en el regreso. Quien huye, deja el suelo quemado tras sí, y ella sólo soñaba con alejarse. Será, tal vez, por eso le invadió una angustiosa desazón cuando sintió en el hombro la mano del revisor, conminándole a despertar. Hubiera deseado proseguir el viaje, pero se había acabado el trayecto: no quedaban caminos por recorrer, tal si el mundo, la vida, los secretos anhelos, terminasen allí. Era distinto ahora. Se le antojaba extraño y admirable el largo desandar, su retorno al origen para, al cabo, darse de bruces con el vacío y quizá con la muerte, como si la existencia, bien mirado, tan larga, hubiese sido sólo un paréntesis, un hueco prescindible, lleno de humo, nostalgia, vaguedades. Y aunque tornara antes, y aun antes anduviese esos caminos con billete de vuelta, sabía que esta vez iba a quedarse, y que aquella estación, un punto equidistante en el recuerdo de dos fases distintas de su vida, acabaría poniendo las cosas en su sitio, tal si jamás hubieran sucedido.
Aquello, ciertamente, era su vida: la posibilidad de remontarse a tiempos, gentes, lugares, que ya no existían, y el trasiego irreconocible que ante ella testificaba otra realidad o acaso la misma. Sus ojos o un olor a materia quemada le hicieron reparar en el rincón donde un hombre, un vagabundo, a juzgar por las apariencias, se atrincheraba frente a la noche; a sus pies, una pequeña fogata, en la que ardían mixtura de detritos, calentando una lata miserable, desprendía una columna de humo, que se iba disipando, poco a poco, diluyéndose en los miasmas del recinto, hasta al fin desaparecer, dando paso a distintas sensaciones, el perfume molesto, mezclado con el sudor de la limpiadora que, arrojados al suelo sus atributos, sacaba de la bolsa un bocadillo: era el caos, pensó, como si el universo acabara de desintegrarse en aquellos andenes, y ella estuviera viendo su pus, sus despojos, la danza macabra de sus compuestos huyendo en tropel. Dentro de un rato, todo habrá acabado, supuso; apenas salga el tren y las luces se vayan apagando, recobrará el recinto su estado original: la soledad -se dijo- y el silencio.
Aquello, ciertamente, era su vida: la posibilidad de remontarse a tiempos, gentes, lugares, que ya no existían, y el trasiego irreconocible que ante ella testificaba otra realidad o acaso la misma. Sus ojos o un olor a materia quemada le hicieron reparar en el rincón donde un hombre, un vagabundo, a juzgar por las apariencias, se atrincheraba frente a la noche; a sus pies, una pequeña fogata, en la que ardían mixtura de detritos, calentando una lata miserable, desprendía una columna de humo, que se iba disipando, poco a poco, diluyéndose en los miasmas del recinto, hasta al fin desaparecer, dando paso a distintas sensaciones, el perfume molesto, mezclado con el sudor de la limpiadora que, arrojados al suelo sus atributos, sacaba de la bolsa un bocadillo: era el caos, pensó, como si el universo acabara de desintegrarse en aquellos andenes, y ella estuviera viendo su pus, sus despojos, la danza macabra de sus compuestos huyendo en tropel. Dentro de un rato, todo habrá acabado, supuso; apenas salga el tren y las luces se vayan apagando, recobrará el recinto su estado original: la soledad -se dijo- y el silencio.