Coincidí con Edurne unos días antes. Llevaba, como siempre, unas gafas oscuras a modo de antifaz, pretextando encubrir no sé qué deficiencias del maquillaje o acaso de los años. Yo creo, sin embargo, no ocultaba otra cosa que la tristeza. Había rebasado, con creces, los cincuenta, y aun conservando un rastro de su belleza antigua, sobrecogía la helada gravedad de su rostro. A veces, encendiendo un cigarrillo, torcía levemente la expresión, y un aire de disgusto se dibujaba entonces en sus labios, como una queja silenciosa que el humo apagara.
Nunca le dije que la amé, aunque ella debía suponerlo. Porque en aquellos años y en una ciudad mínima pocos secretos no eran a voces, especialmente en el pequeño clan del Instituto, donde todo quedaba bajo el control más férreo que pueda imaginar­se: pues ni el clérigo de paisano que oficiaba de director ni la chismosa que enseñaba literatura dejaron nunca espacio reservado a lo íntimo, recompensando a los maledicientes con suculentas prendas. Cierto que yo tampoco confié mi secreto a mortal, temeroso de verme asaeteado por esas risitas incómodas que identifican a los saqueadores de la privacidad. Tenía, sin embargo, que notárseme, pues no en vano intentaba colocarme a su lado, sacarla de apuros y, en alguna ocasión, acompañarla, si es que no iban de casa a recogerla en un Mercedes gris, que acabé odiando, y que salía corriendo calle arriba, envuelto en una nube de vapor maloliente.
Como cabía esperar, se casó mal y pronto con un muchacho insípido y relamido, cuyo único atractivo residía en los bienes de su familia, quizá no tantos como sus alardes y nuestra antipatía.
Él acabó dejándola, y se fue para siempre, dicen que al extranjero, que puede ser un sitio cualquiera, lejos de la mirada inquisitiva de esta ciudad, y ella, sola, humillada, se sentía culpable y estéril, y no bastaron para confortarla las rentas gananciales ni los mimos desmesurados de sus suegros, que la tenían por mártir, viuda de aquel ingrato, hijo pródigo, garbanzo negro, y un sinfín de abominaciones que acabaron por denigrar su memoria y borrar de la mente de todos su nombre aborrecido.
Edurne, desde entonces, dedicaba su tiempo, que era mucho, a no pensar en eso, tratando de ocultar su baldón de mujer repudiada. Andaba, pues, matando los minutos, consagrada a labores sociales, voluntaria de cuanta asociación, comité u obra pía su afán solicitara; y así, no mediando arrebato que a viajar la empujara, pasaba muchas horas, día tras día, yendo de acá para allá, con mil asuntos, acorriendo indigentes, orientando emigrantes o visitando enfermos incurables, cuando no los buscaba ella misma en las zonas más sórdidas de la ciudad, adonde ningún hombre en sus cabales poner los pies osara.
Ella había sido nuestro buque insignia en edades más lisonjeras, de lo que conservaba su peculiar carisma, eje de afectos y desafectos, fuente de información y, en fin, cuerpo de guardia para toda una hornada de nostálgicos. Edurne, pues, tenía localizados a todos los cofrades de aquella heterogénea hermand­ad, y organizaba encuentros, comidas o bailes, que últimamente fueron retrasándose, sea por desidia o porque la tristeza se iba apoderando de los recuerdos, consciente el grupo de su decadencia. Ella perseveraba, sin embargo, como si en esos fastos le fuese la vida, reducto postrimero de cuanto aún la aherrojaba a la juventud.
Sentada ante el cristal ligeramente ahumado, podía recono­cerse esa antigua hermosura, mientras con parsimonia sorbía su café, preguntando por unos u otros; si había visto a fulano, si no tenía noticias de mengano desde el último ágape. Sus gestos, sus palabras, transcurrían pausadas, con la sencilla grandiosidad de los ritos, y yo dejaba libre a mi memoria, destapando borrosas imágenes que cualquiera hubiese dado por perdidas: nombres, fechas, lugares o sucesos, que eran, sin duda, toda nuestra existencia, ahora que el porvenir menguaba sus dominios o vaciaba su copa en los manteles de la melancolía.
Apenas, sin embargo, usaba hablar de sí. Era su voz un río de anécdotas y afectos, inmersos en los cuales nadie repararía en la reserva de que ella hiciera objeto a su persona, tal si a ninguno hubiese de importarle las furiosas tormentas que agitaban su vida. Por eso, sus fracasos cursaron con estrépito: pocos, naturalmente, dieron crédito a los rumores que, con morbosa sorpresa, circularon por la ciudad. La huida de Edurne, quién lo diría; la áspera controversia familiar, su idilio con aquél calavera que la dejó por otra, su ir y venir, qué sé yo, intentando zafarse del fiasco o buscando, a la desesperada, una luz, una tabla de salvación a que asirse, en medio de un océano de soledad.
Otro no fue su drama, o es que, frente a toda opinión, nadie la conocía. Ahora intento evocar hechos que, como indicios, pudieran explicarme su misterio. Ella era, sin embargo, transpa­rente o, al menos, transmitía una certera sensación de claridad, tal si llevara escritos en la mirada, su historia, sus secretos, el futuro, acostumbrada a departir acerca de las grandes cuestiones igual que de los ínfimos sucesos que apuntalan la cotidianidad.
Escéptica sí era, y yo recuerdo las terribles amonestaciones del director, amenazándola con el fracaso, que es el prólogo del infierno. Pero ella sonreía, y no dudaba nadie que, tras aquella sonrisa condescendiente y cortés, se ocultaba el desprecio más feroz, tal vez el odio y, desde luego, una inmensa amargura, que hacía mucho tiempo la devoraba. El silencio, después, se avenía a delatar el vacío que, muy pronto, hizo nido en su espíritu. Eran silencios largos o se nos antojaban. Por último, encendiendo un atisbo de luz entre sus labios, seguía hablando y hablando, sin descanso, con aquella locuacidad con que, en el fondo, celaba su tristeza.